Muchas veces me preguntaron cuál era mi lugar en el mundo. Sin dudas es una pregunta que en mi vida tiene una clara respuesta, y como se imaginan, es El Monumental.
Enorme en sus dimensiones, en su historia, en su gloria. Así como también, testigo del momento más oscuro, ese que todos los riverplatenses hubiéramos querido ni pensar. Protagonista de interminables fiestas, vueltas olímpicas, inolvidables hazañas y tantos momentos que quedaron grabados en la retina de cada uno de sus espectadores.
Porque el Monumental tiene eso imposible de describir. Algunos se animan a llamarlo magia, otros tantos, conservadores, prefieren optar por la mística, esa que hoy parece haber quedado un poco de lado, pero que no dudo, recuperaremos y haremos aún más intensa.
Cualquier adjetivo me quedaría chico para explicar lo que se siente al entrar a esa mole de cemento. Siempre digo que en mi caso, es algo así como una terapia. Son esas únicas dos horas de la semana donde me permito dejar de lado la razón y darle total libertad a la pasión, esa de color blanco y rojo, la locura más linda que una persona puede llevar y conservar en el corazón. Será por eso que me enojo cuando no pueden comprender lo importante que son esos 90 minutos junto a la gente que lo siente como yo, y me cuestionan cómo es posible perderme una reunión familiar, una salida con amigos. Pero claro, siempre termino en la misma conclusión. Solamente quien lo siente, me va a poder entender.
Cada recoveco del Antonio Vespucio Liberti guarda una historia. La mía, la tuya, y la de tantos miles que alguna vez lo visitaron. Déjenme contarles un poquito de la mía y les propongo que en los comentarios puedan contarme de la suya. De familia futbolera que vengo, en su mayoría hombres, era muy difícil convencerlos de que me llevaran al Monumental ya que en los 90 no era muy habitual ver tantas mujeres en un estadio de fútbol, y mucho menos, una nena de 5-6 años. Luego de varios intentos, el momento tan esperado había llegado. Y sí, lo recuerdo como si fuese hoy. Un 17 de Diciembre de 1997, a mis 7 años, y de la mano de mi papá y mi hermano pisé por primera vez aquel lugar del que deseo no irme jamás. Para los memoriosos, fue el partido final por la Supercopa, ante San Pablo. Cómo olvidarme aquellos dos goles del Chileno Salas, al Príncipe levantando esa preciada copa que River acababa de ganar por primera vez en su historia. Los aplausos se multiplicaban en cada uno de los que allí estábamos presentes y el Dale Campeón se hacía interminable.
Créanme que hoy en día, cada vez que entro a mi casa, porque realmente siento que el Monumental es parte de mi vida y lo será por siempre, vuelvo a revivir las sensaciones de aquel partido. 14 años pasaron de aquella primera vez, y realmente el sentimiento de volver a mi lugar en el mundo sigue siendo el mismo, o mejor dicho, se hizo aún más inmenso.
No podría nunca explicar en palabras lo que se siente, es por eso que intento resumirlo a través del verso escrito por Ignacio Copani, ese que dice algo así como ...'Porque desde la primera vez que uno pone un pié en la vereda del Monumental no puede imaginarse la vida sin la banda, como existe el viento, como el cielo es azul, gracias a Dios, existe River.'...
Vuelvo a leerlo y más convencida estoy de que sin dudas, es la frase más acertada que escuché en una canción. Es tal cual lo que le pasa a quien lleva la banda tatuada en el corazón. Insisto, es imposible de explicar, pero créanme que sentirlo es muchísimo mejor.